Amparo Mahecha Parra

hace 2 años · 3 min. de lectura · ~100 ·

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Espejismos

Espejismos

La primera vez que entré a la casita del árbol no me sorprendió la sensación de intimidad que experimenté. Siempre la había imaginado así: el piso hecho de retazos de madera de distintos árboles, los cojines grandes y cómodos, la diminuta mesita, donde solo habría lugar para un libro, una vela y una taza de té. El aroma a eucalipto y hierbas frescas; la ventanita desde la que podía divisar las ramas del árbol vecino.  No sabía, entonces, cuántas sorpresas me esperaban allí dentro.    
Había planeado un retiro en solitario para evaluar los largos meses de enfermedad y la inexplicable recuperación de mi cuerpo, que me había devuelto, de forma inexplicable, a la vida. Pero pronto descubrí que los rostros de las personas conocidas e imaginadas invadían mi mente y mi corazón, haciendo imposible una sensación de soledad absoluta. El amigo fallecido hace cuatro años llegaba algunas noches. Con paso firme, pero con dificultad, dado el tamaño de su cuerpo, subía por la tambaleante escalera de caracol y se acomodaba en un rincón, poniendo un cojín contra la pared rústica y un tanto inestable. Me hacía reír a carcajadas con sus ocurrencias y juegos del lenguaje, me recordaba los días que pasamos en Panamá –cerveza, calor, humedad, pérdida de la noción del tiempo- y las ideas que allí vinieron a su cabeza para nuevos proyectos literarios: unos jóvenes a punto de graduarse del colegio compran, entre todos, un billete de lotería. Ganan y, al enterarse, quedan sin aliento. A partir de ahí, se involucran en unas aventuras locas, que nunca pensaron vivir. La amistad se fortalece, aunque pasan por serias dificultades, debido a la pluralidad de opiniones acerca de qué hacer con tanto dinero. Ese era uno… el otro era una novela corta, cuya trama se centraba en el deseo que tenía un hombre de presentarle su mejor amigo a una mujer que se quejaba, continuamente, de no haber podido encontrar una pareja que valiera la pena. Le describía con detalle su personalidad, su inteligencia, su poesía, porque era poeta, sus gustos e intereses, en fin, su calidad humana. Ella se enamora, poco a poco, del personaje que él le presenta con esmerado detalle. Es como si ya lo conociera y le insiste, cada vez con mayor frecuencia, que facilite un encuentro para poder conocerlo en persona. El hombre alarga y alarga el momento, argumentando una y otra disculpa. Pero nunca puede concretar nada, porque el amigo ya ha muerto. Lo encontraron tres días después de haber sufrido un paro cardíaco, acostado en su cama y rodeado de libros y muchas botellas de coca cola de dos litros desocupadas. 
Cuando me sentía cansada, lo dejaba con un libro en la mano y me iba a dormir. Por la mañana ya no estaba allí. En las tardes, yo salía a recorrer los alrededores, observaba nubes, encontraba huellas de gnomos en los árboles, recogía piñones y fundía mis ojos con el dorado del atardecer. Y regresaba, despacio, a mi hogar temporal. Aun no llegaban pensamientos puros. Estaban contaminados con rostros de personas atadas a recuerdos o ficciones. Desfilaban, en desorden: el joven que amé, que amo, ahora entrado en años como yo, quien habitaba varias realidades, como si nada, y con quien caminé la ciudad en días de lluvia. A él lo tuve que contemplar a través de un vidrio que impedía que mis manos lo acariciaran; luego, aparecían el hombre que convirtió el amor en traición y abandono, y me dejó con las manos vacías; el otro hombre, el de la mano enguantada y los ojos grises, que aún no conocía, pero con quien intentaba comunicarme por medio de mensajes cortos que llegaban al otro lado del océano gracias al invento del internet. Me resigné y decidí poner la mesa con cubiertos y tetera para esperar a estos invitados impertinentes. Acomodé tres platicos. Todo muy junto debido al poco espacio de que disponía. Y sucedió algo raro… cuando volvía de mis caminatas, en la tetera se veían las bolsas de té negro ya exprimidas, unas veces, y otras, cáscaras desecadas del té de frutas. Los platos tenían restos de moronas de la torta de yogurt, preparada la víspera en la improvisada cocina y que, ahora, se veía cortada en porciones. Solo quedaban dos o tres de ellas. Volví a estar sola: el amigo de las noches no regresó y los que pasaban a merendar lo hacían en ausencia mía. Limpiaba todo y volvía a poner la mesa, me apresuraba para llegar más temprano, no hacía ningún ruido para sorprenderlos infraganti. ¡Pero nunca lo logré! Desapareció por completo la torta, se acabaron las reservas de té y nunca me encontré con nadie. Las presencias físicas me rehuían. Ahora podía entregarme del todo a la reflexión acerca de mis pasos, de mis días. Me abandoné al pensamiento de las meras circunstancias, sin personas. Entonces, empecé a notar que el árbol que se erguía a mi lado acariciaba mi piel y mis oídos con el rumor de sus ramas al viento. La luna me miraba deslumbrante sin hacer ningún tipo de juicio, a veces, con un ojo inmenso y despierto y, en otros momentos, haciendo un giño de coquetería. De vez en cuando, el sol atravesaba las nubes para envolverme y regalarme su calidez. Un pájaro con plumas negras y azules cantaba cuando me sentía triste. En las caminatas podía intuir la vida serena y silenciosa de los troncos, las flores, las gotas de lluvia. Y yo fluía en medio de la existencia sin ningún temor, aceptando, por fin y de una vez por todas, que la soledad y la compañía, los fantasmas y los seres de carne y hueso, los pensamientos y los sucesos son espejismos que cobran realidad de forma caprichosa y temporal.           
 

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