Amparo Mahecha Parra

hace 7 años · 5 min. de lectura · ~10 ·

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Maullidos de gato

Maullidos de gato

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Camino por una ciudad cuyas calles no conocen mis pasos. Desciendo por unas largas escaleras que me llevan del castillo empotrado en lo alto al bullicio propio de la ciudad, con sus cafés, sus iglesias, su gente. En un recodo, volteo a mirar hacia un caminito que se pierde entre las ruinas del antiguo castillo, y veo un gato de espaldas. ¿Qué hace? Está erguido, como sus amigos egipcios, y observa todo con desprevención. Mira hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, como admirando todo lo que ve. Sus movimientos parecen sincronizados con los míos, pues yo vengo haciendo lo mismo todo el camino de descenso. Es un caminante solitario como yo y, al parecer, también disfruta la visita del lugar. Lo llamo pero no atiende. Se aleja despacio y con seguridad…

No siempre fueron alegres y tranquilos los recorridos por calles y plazas desconocidas. En una ocasión llegué sola y fatigada a Budapest. Era muy joven y estaba asustada. Venía en tren desde Moscú, donde trabajaba como niñera, y en una de las paradas me habían decomisado todo el dinero que llevaba.

Al bajarme en la estación no sabía bien qué hacer… Tenía hambre, estaba muy cansada, no había podido dormir durante el trayecto: la primera noche por la estrechez del compartimiento, en el que había tres personas más, y la segunda por la angustia que me había producido el incidente con la policía rusa de fronteras, pues no me abandonaba el pensamiento de qué haría al llegar a Budapest. Sólo deseaba una habitación y un baño. Había sido un viaje de más de dos días. Confusa y con muchas lágrimas en los ojos, decidí sentarme en el primer escalón que encontré.

Tenía la cabeza sobre las piernas, cuando de repente una mujer me toco en el hombro. Al volverme, me dijo con compasión: “Usted es un viajero solitario”, y me entregó unas monedas que yo jamás le pedí. Sorprendida, no me percaté de la profundidad del mensaje ni de lo absurdo que resultaba que ella conociera mi situación. ¡Las monedas! ¡En ese momento eran una fortuna! Me servían para hacer una llamada local. Yo tenía el número de un amigo de mi amante vienés, a quien no conocía y, de inmediato, pensé que podría ayudarme. Me consolaba saber que era temprano y que tenía el día entero para resolver la situación y encontrar donde dormir. Yo me dirigía a Italia a visitar a una amiga y aún faltaba mucho para llegar.

Al otro lado de la línea contestó una mujer que por fortuna hablaba alemán, y me dijo que Tivadar Vida, que así se llamaba el amigo de mi amante, no estaba. Había salido de la ciudad y no regresaría sino hasta el domingo en la noche. Me resistía a creerlo, pero mientras asimilaba la noticia la llamada se cortó por falta de más monedas. ¿Qué hacer? ¡Ya me había gastado todo! Volví a sentarme en el escalón desanimada.

Después de un rato, llegó a mi mente un pensamiento, más bien, un recuerdo maravilloso: dentro de mi bolsa de viaje había guardado, minutos antes de partir, un dinero extra que había recibido la tarde anterior como pago por unos servicios prestados en la embajada de los Estados Unidos. Como lo había guardado en el último momento y en un lugar distinto a mi billetera, olvidé declararlo en la frontera y, por esta razón, no lo habían decomisado. ¡Eran 48 dólares!

Si las monedas habían sido una fortuna, estos billetes eran un tesoro incalculable. Lo primero que hice fue cambiar una parte por moneda local para llamar a mi amante en Viena, un amante sin amor. La llamada se alargó entre mis sollozos y las explicaciones que él me daba acerca de que debía ir a otra estación para poder tomar un tren a Viena. Habíamos decidido que lo mejor era que yo fuera allí para pensar luego en una solución acerca del dinero. Por el momento, el viaje a Italia quedaba cancelado y yo no podía regresar a Moscú, pues las personas para quienes trabajaba también habían salido del país. Gasté todas las monedas que me quedaban y aún no sabía cuánto debía pagar por el tiquete a Viena. No sabía si los pocos dólares que me quedaban alcanzarían. Ahora debía averiguar cómo llegar a esa otra estación…

Esperé en una larga fila de personas hasta llegar a una ventanilla de información, en la que un señor respondía rápidamente a todas las preguntas. Pero al tener la oportunidad, no logré entender su respuesta, era algo muy confuso y el alemán del hombre no ayudaba mucho. Repetí el proceso una vez más, pero de nuevo no logré entender la explicación. Abatida, decidí salir de la estación. Al frente había un parque. Me senté en una de sus bancas, pensativa. Una mujer que pasaba por allí  me dijo algo acerca de una oficina postal y de un bus que yo debía tomar para llegar a la otra estación. Eché a andar, rodeando la estación, hasta que divisé a lo lejos el edificio postal. Pero, ¿cuál autobús debía tomar? ¿Dónde debía tomarlo? Y algo más: ¿dónde debía comprar el boleto del bus? ¿Dónde debía bajarme? Pensando en todo esto, empecé a sollozar de nuevo, mientras avanzaba por la calle. Era un momento de desesperación y la sensación de abandono me doblegaba. No sabía yo que, segundos después, sucedería algo que jamás pude olvidar.

A través de la cortina de lágrimas, vi como dos mujeres de mediana edad se acercaban a mí. Me abordaron sin dudarlo y parecían saber todo lo que me sucedía. “Estás en problemas”, murmuraron. Yo debí decirles que necesitaba ir a la otra estación para viajar a Viena. Ellas sonreían y con su expresión me daban a entender que comprendían muy bien lo que me pasaba. Me explicaron que debía tomar un autobús para llegar allí, y yo les pregunté dónde podía comprar el tiquete. Pero ellas me lo mostraron, ya lo tenían en la mano y sencillamente me lo entregaron. Yo seguía en mi angustia, pensando: “Bien, pero ahora, ¿dónde espero el bus? ¿Dónde debo bajarme”. Ellas dijeron que me acompañarían, pues debían tomar el mismo transporte. Muy cerca de allí, en efecto, era la parada y a la llegada del primer autobús, nos subimos. Las mujeres se sentaron en los asientos de la derecha, yo me hice a la izquierda pero en la misma fila, de modo que podíamos cruzar nuestras miradas. De repente, ellas se levantaron y se dispusieron a bajar, no sin antes decirme que no me preocupara, que yo debía apearme al final de lar ruta, cuando el bus se detuviera y todos hubieran bajado. Sonreí aliviada, nos despedimos, les di las gracias.

Así llegué finalmente a la estación. Me acerqué a comprar el boleto, pero la persona al otro lado del vidrio me dijo que debía pagar en moneda local, que no recibían dólares. Aún no sabía yo si el poco dinero que me quedaba alcanzaba para pagar el tiquete. Corrí a cambiar los billetes, pues el tren saldría en cinco minutos y era el último del día. Cambié el dinero y regresé a la ventanilla. El tiquete costaba exactamente lo que había cambiado. Era increíble, la suma era igual al dinero que me había quedado después de hacer la llamada telefónica. Sin tiempo para pensar en la coincidencia, me deslicé atropellando a las personas, corriendo sin respirar hasta encontrar el carril del tren que, finalmente, me llevaría a Viena. Al llegar, éste ya estaba moviéndose. Unos hombres orientales alzaron mi equipaje y luego me alzaron a mí, tomándome de los brazos. En segundos estaba dentro. ¡No podía creerlo! El cansancio y la rapidez de los acontecimientos me impidieron advertir el milagro. Pasarían muchos años antes de traer este suceso a mi mente y darme cuenta de lo maravilloso que había sido. Lo más increíble es que jamás pude recordar en qué idioma me comuniqué con las mujeres. Nunca supe de dónde salieron ni cómo sabían lo que sucedía. Hoy tengo una única certeza: esas mujeres eran ángeles del cielo, enviados por Jesús para ayudarme.

Hoy supe que me amabas, que en ese entonces te importaba aunque yo no dirigía mi mirada hacia ti, que no estaba sola como creía.

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