Amparo Mahecha Parra

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ENTREVISTA A JOHN LONDOÑO ZAFRA

ENTREVISTA A JOHN LONDOÑO ZAFRA

La selva morada – Entrevista a John Londoño Zafra
Entrevistadora: Amparo Mahecha Parra


—John, ¿qué tanto de autobiografía hay en la novela? Toda la parte que tiene que ver con el dolor, con el maltrato, con la historia familiar es brutal, y está muy bien descrita a nivel psicológico.
—Yo pienso que eso es un Frankenstein [risas]. He tenido experiencias en la música y la actuación, y me he dado cuenta de que uno tiene que sentir lo que quiere expresar. Si yo no siento lo que quiero expresar, no lo puedo expresar. Y a nivel de la escritura, es más potente aun, porque no solamente es el sentir, sino que también es el imaginar. Es la forma como uno visualiza y la forma como uno siente. Uno no puede sentir cosas que no ha sentido o que no han sido cercanas de alguna manera, no las puede escribir con pasión. Si yo escribo que alguien tuvo un accidente y perdió un brazo o se partió una pierna, y no sé lo que esto significa, o no he visto o tenido alguna experiencia al respecto, no lo puedo describir. De eso se trata la “memoria emotiva” de la actuación. Puede ser que no sea la misma situación o lo mismo que uno está narrando, pero la emoción o el sentimiento es muy cercano. En conclusión, hay partes mías en todos los personajes de la novela, pero son pequeños fragmentos. Por ejemplo, partes de la personalidad de Ana corresponden a personas que yo he conocido. Además, yo no conocí a mi papá y ahí hay también una historia de abandono, pero que no tiene nada que ver con la novela. 
—La necesidad de reconocimiento por parte del padre está muy presente en la novela. Eso lo llevamos todos y unos lo sufrimos más que otros.
—La novela, de hecho, tiene una tesis. Lo que yo quiero describir, en el fondo, es la autodestrucción que produce el abandono.
—Sí y esto es lo que está resumido en la contracarátula, con el riesgo de que la novela pueda ser considerada de autoayuda cuando, en verdad, es literatura.
—Es literatura que inspira, pues he notado que muchos de mis estudiantes,  que han leído la novela, no solamente han saboreado la narrativa envolvente de la historia, sino que se han sentido identificados con muchas de las situaciones que han vivido mis personajes y, en algunos puntos se han llenado de esperanza y fortaleza para sus propias vidas. Creo que esto, en gran parte, se lo debo a las charlas con Pablo González, a quien agradezco en la novela, pues fueron inspiradoras. 
—¿Cómo fueron esas charlas y cuáles vivencias de ese amigo te inspiraron? 
—Nos sentábamos a jugar ajedrez en un balcón en Bucaramanga, cuando yo vivía allá, y hablábamos horas y horas de sus vivencias, y las volvíamos a conversar muchas veces. Resulta que de todas esas vivencias salía una delicia para la vida. Aprendíamos y entendíamos la raíz y la sabiduría que envolvía cada una de estas, como que se nos abrían los ojos alrededor de eso, porque, finalmente, lo que le sucedió a él fue una experiencia casi celestial. Él estaba trabajando en Venezuela de manera ilegal y tuvo que internarse en el bosque, en la selva venezolana, sin dinero y sin nada, porque tuvo que esconderse, cuando la PTJ estaba deportando colombianos. Estaba indocumentado. Él era adicto a la nicotina y le gustaba mucho fumar. Y, en medio de la desesperación producida por la abstinencia y el deseo incontrolable de fumar, vio un árbol de tabaco y comenzó a observarlo, deseando de manera casi frenética un cigarrillo, y, de pronto, empezó a experimentar que él se convertía en ese tabaco, comenzó a percibir el aroma, el sabor de la hoja del tabaco, y llegó a sentirse completamente satisfecho. Y alrededor de eso, todas las experiencias dolorosas que vivió se empezaron a convertir en experiencias gratificantes y sanadoras. Esa anécdota del tabaco no está narrada en la novela, pero yo dejé muchas de las vivencias de él en la historia, aunque no se describen exactamente como le pasaron a él, pues es ficción, pero sí quedó la esencia. Pablo, en la vida real, perdió a su padre, porque él murió, y tuvo una experiencia cercana a la que vive Alexander en la novela, pues sintió un rechazo terrible por su padrastro, quien quería a su hijo de sangre y no a él. En la obra, esto hace que se dañe la relación con el hermanastro, quien también sufre porque, cuando quería prestarle cosas a Alexander, el padre lo impide, y él siente mucha culpa. Estas situaciones sí están reflejadas completamente en la novela. También la muerte de Gabriela es parte de la vida real. La esposa de Pablo murió de cáncer. La escena real no tiene nada que ver con lo que yo escribí. Pero siempre que leo ese capítulo final, me pongo a llorar. Cuando lo escribí lloré mucho. Se lo leí a mi primera exesposa, y ella también lloró mucho. A la esposa de Pablo le avisaron del cáncer cuando ya tenía metástasis, y se fue muy rápido. Mi exesposa la vio morir. En la novela está narrada la esencia de esa situación. Por eso, ella también me decía que muchas de las cosas que le dijeron Viviana y Alexander a Gabriela le hubiera gustado decírselas a su propia madre. En la vida real, uno siempre se hace reproches: ¿Por qué no dije?, ¿por qué no estuve?, etc. De alguna manera, fue una experiencia catártica.      
—Al leer tu novela, recordé mucho a Kafka, a quien admiro profundamente. Claro que, en Kafka, Alexander jamás hubiera podido hacer “esa llamada” ni hubiera podido nunca abordar el avión de regreso a Bogotá. ¿Has sido un lector de Kafka? 
—Lo he leído, más no es mi fuente primaria de estilo o de inspiración. Si bien esa casi imposibilidad de poder realizar lo que Alexander necesita pareciera ser de la escritura de Kafka, en mi novela, el no darse por vencido y la constancia perenne logran atravesar ese punto paradigmático que, a veces, puede parecer inconquistable. 
—El papel de la mamá está muy bien descrito. Ella es muy colombiana. Le tiene cierto afecto a su hijo, pero lo culpa de todas sus desgracias y no lo defiende al punto de arriesgarse a perder su pareja. Esto es ácido, pero es una realidad muy común.
—Yo no conocí a la mamá de Pablo. La mamá de Alexander la retraté como la típica mujer paisa. La expresión “caripelado” sí existe, pero es de quien fue la esposa de Pablo. Al inicio, cuando comencé a escribir, todos los personajes me sonaban igual. Casi todos eran la misma voz mía. Yo reescribí muchas veces la novela para darle vida a los diferentes personajes. 
—Ahora hablemos de la enfermedad que padecía Alexander, lo que los psiquiatras llaman “esquizofrenia”. ¿Pablo la tenía?
—Yo pienso que se trata de una sensibilidad mayor, hay personas que perciben el mundo de una manera más amplia que las otras. Lo que sucede es que los seres humanos no sabemos entender lo que es diferente y, en el campo médico, se han creado generalizaciones a las que se les llama enfermedades mentales, pero ¿cuántas de estas en realidad son enfermedades? Pablo tenía algunas percepciones. Las sentía y experimentaba como si fueran reales; sin embargo, yo creo que esto no era una enfermedad, era una capacidad ampliada de ver y percibir lo que llamamos realidad.
—En las familias siempre hay un chivo expiatorio, el más sensible, que absorbe toda la neurosis de los demás, y es quien termina manifestando síntomas.
—Yo siento que es una persona con una sabiduría muy grande y, como tú dices, él terminó sacando todo lo que nadie más podía sacar. Él tenía las vivencias de las alucinaciones con los ojos cerrados. Sentía el dolor, la crueldad alrededor de lo que pasaba. Yo dejé esa parte en la novela con los ojos abiertos, viendo y percibiendo todo, sin poder distinguir lo que es real de lo que no lo es, porque siento que es más fuerte, más vertiginosa la narración. Yo diría, entonces, que el 30 o 40 % de la novela está inspirada en la realidad. El resto es pura ficción. Algo de lo que yo me di cuenta, y precisamente hablando de los personajes, es que, si yo no tomo algo que para mí sea cercano, no se vuelve creíble. Volver verosímil algo, partiendo de la pura imaginación, es muy complejo. Me refiero a algo imaginario que no tenga una base en lo que se ha vivido.      
—Sí, en la escritura se traslucen las pasiones y los dolores del escritor, así sea a través de infinitos personajes completamente diferentes a él.
—Algo que me encantó, cuando estaba creando los personajes, cuando empezaron a madurar, a tomar mejor forma, es que las voces se empezaron a diferenciar. Porque, al principio, la voz de George y la de Alexander eran iguales. Inclusive, cuando empecé con el sargento y el policía, estos parecían igual de buenos a Alexander, y dije: ¡No pueden ser así! Tengo que irme a algo que sea mucho más real. Naturalmente esa verosimilitud se da al tomar muchas pasiones y dolores propios, o de familiares o conocidos cercanos.
—Ahí es donde está el trabajo.
—Exactamente, por ejemplo, Ana es una mujer salida de varias mujeres que he conocido, tiene la sensualidad de una de las mujeres que más me ha gustado en la vida, y en ella se reflejan visos de situaciones y vivencias que he experimentado con otras; incluso, en momentos fuertes del dolor que le causa Alexander, se reflejan emociones que han sido cercanas a mi propia vivencia. O  Gabriela, la esposa de Alexander, que es uno de los personajes al que más cariño le tengo, aparte de Alexander, porque me gusta mucho su personalidad, es una mujer salida de lo que me contaba mi exesposa acerca de su mamá, de ella misma, de otras mujeres a quienes he admirado y también de algunos componentes de mi forma de ser. 
—¿Y por qué le pusiste el nombre de Alexander al personaje principal?
—Alexander es mi segundo nombre, y nunca me gustó. Es un nombre que para mí era menospreciable. A mí todo el mundo me llamaba John. Alexander era el nombre que no quería de mí. Yo quería para el personaje un nombre que representara, de alguna manera, esa persona que es “la patada”, que la “embarra” todo el tiempo. El apellido también tiene que ver con mi familia. Cubillos viene de mi abuela Anatulia Martínez Cubillos, porque mi tatarabuelo fue Caopolicán Cubillos. Yo quería un apellido muy colombiano, tenemos la piragua de Guillermo Cubillos, y un nombre que para mí significara, precisamente, esa persona que es menospreciada.     
—Algo que me gusta mucho de La Selva Morada es su universalidad. Los temas y la misma narración no son colombianistas ni están inspirados en García Márquez. Tocaste unos temas que son universales. ¿Será, también, porque empezaste a escribir después de los cuarenta? 
—Sí, se necesita vivir. Yo creo que cuando uno es muy joven no ha “molido suficiente vidrio” como para poder escribir. 
— Paul Brito recrea en El ideal de Aquiles la famosa aporía de Aquiles y la tortuga. Aquí hay algo de eso en el viaje que Alexander desea hacer al Brasil…
—Brasil es el punto a llegar y Alexander no llega [risas]. Creo que esto tiene que ver con los arquetipos de Carl Jung y el viaje del héroe. Este termina siendo el viaje que una persona emprende hacia su autodescubrimiento y el cual conlleva una serie de etapas y de dificultades que colaboran en este proceso. Es como los viajes de Odiseo y la transformación personal que termina por conseguir. El destino no es lo importante, lo importante es el viaje.
—A mí me tocó este tema de cerca, porque siempre quise vivir en Alemania y no lo logré. Entonces, Alemania, Brasil es solo un nombre, realmente es el nombre que uno le ha puesto a su frustración, al remedio que cree que lo va a sanar todo. Y yo creo que todo el mundo tiene “un Brasil”.  
—Los seres humanos acostumbramos a construir paradigmas en nuestra mente y nos mentimos acerca de estos, les damos propiedades que no tienen y las creemos. Esto hace que, constantemente, estemos pensando que si alcanzamos nuestros paradigmas, si los conquistamos, entonces seremos felices y podremos realizarnos como personas. Pero la verdad es que tenemos todo lo que necesitamos frente a nosotros. Una de las cosas que la selva me enseñó fue el aprender a estar presente y contemplar y percibir todo lo que acontecía en mi vida. Cuando se logra estar y vivir en tiempo presente, se acaba la necesidad de conseguir metas lejanas, paradigmas utópicos, porque se tiene todo lo que se necesita para estar feliz en cada momento de la vida.
—¿Qué editorial publicó la novela?
—Editorial INIS, el Instituto Nacional de Innovación Social. Yo participé como panelista en una cátedra ambiental en la Universidad Pedagógica. Allí hablé de la transformación artística desde la investigación hacia la experiencia natural. Yo había escrito La Selva Morada totalmente desde la investigación, sin haber tenido vivencias en esos sitios que allí describía, pero, después de vivir la experiencia, pude transformar muchos de los parajes que aparecen en las escenas del libro. La cátedra terminó estando relacionada con mi experiencia en el Amazonas y con la novela. Así que al director de la cátedra le gustó mucho y, como él dirigía el INIS, se comunicó conmigo para publicar la novela. Su especialidad son los libros universitarios, aunque tienen algunos de literatura. El proceso duró cerca de ocho meses desde ese momento hasta la publicación. 
—Es que tú también estuviste un tiempo en la selva, ¿verdad?
—Sí, sí. Pero fue una experiencia que yo no busqué, la vida me llevó a eso. Viví un tiempo en el Amazonas del Perú, pero Pablo, el amigo que me relató sus aventuras, se escondió en la selva venezolana, o sea, un lugar diferente. La experiencia en la selva me transformó completamente. Es curioso, porque yo viví esa experiencia mucho después de haber escrito la novela. El Amazonas fue porque de niño leí Perdido en el Amazonas, y las descripciones que hace Germán Castro ahí me encantaron, cosa que cuestioné ya adulto. Él hablaba de un río que tenía un kilómetro de ancho en algunas partes, y de unos frutos exóticos y de unos animales que se pueden meter dentro del cuerpo, etc. Donde estuve en el Amazonas hay una hormiga a la que llaman Isula. Es una hormiga grande y venenosa, que solo con una picadura te manda dos días a la cama. Cuando estaba escribiendo la obra, yo quería hacerme el pasaje de La Pedrera, todo el viaje por el río Caquetá hasta llegar a La Pedrera para poder retratar los lugares, porque me parecía difícil hacer las descripciones de un lugar que yo no conocía. De hecho, después del viaje, introduje varias descripciones basadas en mi propia experiencia.      
—Tú eres docente de música, ¿verdad?
—Sí, trabajo en un colegio distrital. Cuando yo llegué de la selva, quise compartir mi experiencia con mis estudiantes. Sentía que había recibido un regalo y quería compartirlo con ellos.  En vez de darles clase de música, les relataba mis días en la selva, sobre todo a los más grandes, que tienen un mayor nivel de escucha. Quedaban asombrados con todo lo que les contaba. Por ejemplo, a todas las plagas que estuve expuesto, pues a mí me picaron esos bichos que dejan un gusano en los brazos, en el estómago y, también, se me metieron piques en los pies. Estos se comen la carne y dejan el hueco dentro de los pies. De hecho, les decía que en la selva yo le tengo más miedo a todo lo que no se ve que a lo que se ve. Yo me llegué a encontrar una anaconda, pero a uno no le da miedo, porque la ve. Pero esa cantidad de bichos que uno no ve es angustiante. Yo tuve que dormir en el piso en un tambo (choza) pequeño, y se metían los bichos por debajo. Una mañana, me desperté con una mancha grande en el pecho, que resultó ser una quemadura. Después me puse a investigar y entendí que me había picado un bicho al que llaman “bicho de fuego”. Este, cuando se asusta, bota algo que se parece a la soda cáustica y produce quemaduras. Entonces, terminé con una quemadura espantosa. Pero en la selva uno aprende a sanar esas cosas. Allá alguien ve un prado verde, lindo, pulido, cortadito y quiere sentarse a descansar allá. Pero yo le recomiendo que ¡no se siente! porque se le sube en seguida el Isango, que creo que aquí, en Colombia, le llaman las niguas. En la selva no puedes pensar: “Me voy a recostar en este pasto tan lindo”, no, ¡no se puede hacer! 
—¿Tú fuiste al Amazonas por aventura, o qué fue lo que te llevó allá? 
—No, yo me estaba separando por segunda vez, de una manera que fue bastante dolorosa, y yo estaba muy mal. Realmente me fui para un viaje de sanación. Fue la única opción que se me ocurrió, porque yo creo que si me hubiese quedado aquí, hubiera hecho alguna estupidez. Cuando llegué a Perú no me dejaron entrar, porque la frontera estaba cerrada por la pandemia. 
Yo hablé con un líder espiritual que ya murió, que tenía raíces andinas y vínculos con indígenas, pero de la sierra, de la parte andina. Él me dijo: “Piensa para dónde quieres ir y yo miro si te puedo contactar con algunas personas… siente que estás naciendo de nuevo… cuando suceden estas cosas es porque uno está naciendo de nuevo… como símbolo de este nacimiento, rápate la cabeza y retírate la barba… y me cuentas qué decides”.  Yo le respondí: “Me voy para Perú”, a lo que él me dijo: “Te voy a dejar una tarea: debes llegar a Chachapoyas”. Pero este lugar es muy distante: cerca de quinientos km hasta la siguiente ciudad por el río Amazonas, otros quinientos hasta Yurimaguas  por los ríos Amazonas, Marañon y Huayaga, otros quinientos entre Yurimaguas y Chachapoyas por tierra. Esto es, cerca de mil quinientos Km, y yo solo me fui con las capturas de pantalla de lo poco que pude averiguar sobre la ruta en Google. Tan pronto llegué a Santa Rosa, Perú, atravesando el río desde Leticia, me quedé sin datos. Entonces, me dirigí a un policía que había visto antes y le pregunté qué podía hacer para entrar a Perú, puesto que en inmigración me habían negado la posibilidad por el cierre en las fronteras, por parte de Perú, a causa de la pandemia. Se hacía imposible entrar, y no me vendían pasaje para tomar el ferry, porque para viajar en esta embarcación debes tener el pasaporte sellado o la cédula andina. La única manera sería consiguiendo que un rápido (una lancha larga y angosta que viaja por lo general de noche, con más de 80 pasajeros con cuatro motores gigantescos y va como a unos 100 kilómetros por hora. Ese rápido salía en la madrugada…) me llevara y yo “necesitaba” llegar allá. La meta de llegar a ese lugar era lo único que me mantenía vivo en esos días, era lo único que me salvaba la vida. Entonces, me puse a llorar y el policía me abrazó y me dijo: “Tranquilo, Dios está contigo, pero yo creo que esta vez vas a tener que entrar así (de forma ilegal)”. Y pues conseguí un pasaje para  “el rápido”. Partimos pasada la media noche, en medio de la incertidumbre y sin saber lo que me esperaba por el camino, pues hay un punto de control de Perú que se llama Chimbote, después de haber pasado toda la frontera con Colombia (Colombia tiene como 25 kilómetros de frontera con Perú por el río, y 30 o 35 kilómetros delante de este punto está el mencionado punto de control). Ahí se subieron dos policías a la lancha. Eran alrededor de las cinco de la mañana. Nos pidieron papeles a todos los que no parecíamos peruanos o “charapitas”. Me hicieron bajar y esperar hasta que me dijeron: “Pues déjenos ahí algo para las gaseosas”. Yo les dije: “Tengo 40 soles”. Se los di y me dejaron continuar con el viaje [risas]… y seguí… fueron 15 horas de viaje por el río hasta la siguiente ciudad, con pequeñas paradas para recoger pasajeros a lo largo del río. Durante todo el trayecto, solo tomé un jugo de caja y comí unas galletas sodas que nos dieron a los pasajeros. Por fin llegué a la primera ciudad, que es Iquitos, donde filmaron Don Pantaleón y las visitadoras. Es una ciudad-puerto muy importante. Yo iba con un morral grande, mi computador portátil, mi guitarra y mi flauta, pues yo no sabía si me iba a quedar allá definitivamente, o qué iba a pasar con mi vida. 
—¿Cuáles fueron tus primeras impresiones?
—Allá en la selva peruana la estética es muy diferente a la nuestra. A ellos no les importan las fachadas, no decoran nada. Así que cuando uno llega por primera vez, le da la impresión de estar en un lugar abandonado, peligroso. Y el río es impresionante. El Amazonas es anchísimo, tiene 3,2 kilómetros de ancho en algunas partes, 2 millas náuticas. Uno ve al otro lado árboles pequeñitos, pero al llegar a ese punto, se da cuenta de que son gigantescos. Me impactó mucho ver que, a lo largo de la ribera del río, hay mucha gente viviendo, que me imagino han sido invasores. 
—Bueno, continúa con el viaje…
—Llego a Iquitos con mucho miedo, porque estoy solo y no conozco a nadie, en medio del sufrimiento que estoy viviendo. Todas las personas me parecían sospechosas, sentía que me miraban muy raro. Las fachadas descuidadas, cayéndose. Me preguntaba dónde estaba realmente. De ahí en adelante, me tocaba hacer un viaje de tres días en ferry. Pero yo había sufrido tanto en ese primer viaje, que yo dije: “Nooo, no quiero viajar tres días más por el río Amazonas (El río Amazonas nace muy cerca de Iquitos, ahí convergen dos ríos: el Marañón, uno de los ríos más grandes de Perú, y el Ucayali, que es otro de los ríos más grandes de Perú. La confluencia de estos conforman, realmente, el Amazonas)”. Entonces, me arriesgué y fui a comprar un pasaje aéreo para llegar a Tarapoto, con el peligro de que me pidieran el pasaporte y, al no ver los sellos, me deportaran. Pero pude viajar sin ningún inconveniente. De allí, tuve que viajar por tierra diez horas hasta Chachapoyas y ¡cumplí la meta! En este último tramo, no se podía viajar por avión, porque no existen vuelos directos desde Tarapoto a Chachapoyas.
—¡Lograste llegar!
—Sí. Y ahí empezó un aprendizaje increíble. Yo sentía que cada día vivía un mes, porque cada día era un aprendizaje gigantesco. Yo debía encontrarme con una comunidad andina, que vive aislada del mundo, en las montañas. Pero cuando le escribí al guía espiritual, él me dijo que ellos ya se habían movido del lugar y que ya no era posible localizarlos. Estaban en Pupuja, un lugar cerca al lago Titicaca, prácticamente en la frontera entre Perú y Bolivia. Necesitaba unas 36 horas para llegar allá. En Tarapoto, un señor me había hablado mucho de un lugar que se llama La laguna azul. Quise visitarla y, al llegar allí, fue el único día que tuve paz desde que salí de Bogotá. Es un lugar bellísimo. Me gustó tanto que decidí regresar para quedarme allí. En ese lugar viví siete meses. Eso queda en el distrito de San Martín. Esta fue una zona muy golpeada por el narcotráfico, como decir el Putumayo en Colombia. Allí llegaban a diario las avionetas de Pablo Escobar a recoger droga. Se trataba de un lugar clandestino ideal, de difícil acceso, porque para llegar allí hay que atravesar un río. Allí cultivaban la coca, porque es un lugar de selva y montaña. Fujimori fue quien acabó con la siembra de coca y el narcotráfico en esa zona.
Yo no sabía, en ese momento, cuánto tiempo iba a estar allá, pero renté una habitación, que era muy rústica. El piso se sudaba. Recuerda que yo estaba en terreno selvático, que es muy húmedo. El clima era cálido pero fresco, por las montañas que rodean el lugar, era como el clima de Medellín. Es un paraíso, pero sigue siendo selva y están presentes todos los avechuchos, todas las alimañas. Yo hice cuatro intentos de regreso, pero el periodo de cierre de las fronteras se extendía cada vez más por la pandemia del Covid 19. Y ya empezaban las clases en el colegio donde yo trabajo. Entonces, llegué a un acuerdo con el hotel que existe en ese lugar: yo les compraba las comidas y ellos me prestaban un lugar con internet, desde donde yo pudiera dictar mis clases de manera virtual. Empecé a dictar las clases en directo, en el segundo piso del tambo del hotel. Nadie sabía dónde estaba, aunque me traicionaban los ruidos de la selva. 
—Bueno, ahora sí. ¿Cómo fue tu experiencia de sanación?
—La naturaleza realmente allá me sanó. Más adelante, tuve dos ceremonias de ayahuasca con una chamán. Ella es francesa, pero en ese momento llevaba 30 años viviendo con indígenas. La ayahuasca es el mismo yagé, pero allá lo preparan diferente, lo mezclan con Chacruna, aquí lo mezclan con otra planta, la ceremonia también es distinta. El trabajo con ella fue maravilloso, aunque la segunda vez casi me muero. Experimenté una agonía muy dura, pero cuando logré “aceptar y soltar”, empezó una sanación increíble. Hay gente muy escéptica acerca de esto, pero la ayahuasca me mostró cosas premonitorias que, con el tiempo, he logrado comprobar que han sucedido. Y eso es muy impactante. Cuando regresé, me sentía muy bien y, un mes después, se me abrieron las puertas para publicar la novela. Lo bueno fue que alcancé a mejorar algunas descripciones con las vivencias que ya tenía de la selva. Hice algunos cambios, pero al fin la solté, porque yo creo que si la hubiese seguido reescribiendo, no la habría acabado nunca. Mi proceso como escritor continúa, alcancé una madurez y di nacimiento a este hijo literario que, aunque tenga muchos defectos, sigue siendo mi hijo.      
—Y el proceso de regalías de lo obra, ¿cómo es?
—Los derechos son míos, yo firmé un contrato con el INIS y recibo el 20% por cada libro que ellos vendan; sin embargo, el contrato ya acabó y, en este momento, tengo la libertad de contratar con la editorial que desee. Publiqué la novela en Amazon en dos formatos,  E-book y pasta blanda, pero esta no lleva las ilustraciones del interno de la publicación original. 
—Cuéntame de dónde salió la imagen de la carátula.
—La historia de la carátula también es muy interesante. Nace de una descripción de una experiencia que tuve. Yo estaba dictando una clase y les estaba hablando a mis alumnos de mi experiencia en la selva. Había una chica muy concentrada y asombrada por el relato, me miraba casi sin parpadear. Y esto es asombroso, porque en esta época es muy difícil llamar la atención de los jóvenes, viven en lo que yo llamo “el efecto tiktok”, porque ellos duran solo 30 segundos poniendo atención a algo y ya necesitan cambiar. El profesor de religión estaba trabajado la “conciencia de unidad”, y yo quise trabajar también este tema, pero desde la selva. En la selva me di cuenta de que los árboles están vivos, no como los vegetales que normalmente vemos, tienen una conciencia, y lo pude percibir de primera mano. Los árboles vibran a frecuencias, y yo pude sentir la personalidad que tienen. 
Yo llegué a una parte de la selva, que vi más como un bosque por la atmósfera. En algunas partes de la selva uno siente algo duro, algo cortante como una espada, porque es agreste, es árido, pero cuando llegué a este lugar percibí una atmósfera de amor impresionante. Fue yendo a unas cataratas que se llaman Pucayacu, (Yacu significa: “agua que corre”, en Quechua) Y al entrar en ese bosque, empezó a pasar algo muy curioso para mí, y es que los árboles estaban entrelazados entre dos y, a veces, entre tres, entrelazados los unos con los otros. Entonces, una persona de la región que nos estaba guiando nos dijo: “Es que aquí los árboles se casan”. Los empecé a mirar y era como si vivieran en pareja y algunos, inclusive, parecían como si se estuvieran haciendo el amor. Se veían formas y poses muy cercanas a las de los humanos cuando tienen intimidad. La atmósfera se sentía como cuando uno está enamorado. En la mitad de la caminata, apareció un árbol muy ancho, como del tamaño de dos salas de un apartamento, y de 65-70 metros de altura. Miré hacia arriba y no podía ver dónde terminaba el árbol. Las raíces eran mucho más altas que yo, y formaban como una especie de cuartos triangulares. Entonces, me acerqué con mucho respeto al árbol, puse mis manos abiertas sobre su tronco y sentí unas ganas inmensas de llorar. Eran lágrimas de amor, no de dolor. 
—Lágrimas de sanación. 
—Sí, yo sentía que era un ser con una sabiduría impresionante, como un abuelo, que me estaba abrazando con todo el amor, y me protegía. Yo le preguntaba a un francés que estaba conmigo, para ver si él sentía lo mismo. Él me respondió que también sentía muchas ganas de llorar, pero hizo un gesto en diagonal, como dibujando andas hacia arriba, y me dijo: “Pero no así”. Luego, dibujó una diagonal hacia abajo formando ondas cortas y rápidas y dijo: “Ni así”. Finalmente, dibujó lentamente, en el aire, una línea plana de izquierda a derecha y dijo: “Sino así”. Yo le respondí: “Sí, eso es lo que yo siento”. 
El árbol tenía una personalidad. Ahí me tranquilicé y pensé: “Entonces, no estoy loco”. Una nota curiosa: este árbol llega a desplazarse hasta 5 kilómetros en cien años, respecto al lugar donde creció. Son árboles que caminan, porque tienen raíces aéreas. En esa idea se fundamenta una ilustración que está en el interno del libro, donde se aprecia un árbol con forma de hombre que se desplaza.
Volviendo a la carátula, te cuento que la alumna que estaba tan fascinada con mi relato dibujó un árbol cuya raíz tiene la forma de un corazón humano. Ella se basó en lo que yo le había hecho sentir alrededor de mi experiencia con ese árbol, de esa conexión que yo experimenté. Entonces, le propuse que describiera, visualmente, lo que estaba escrito en un texto que le facilitaría. Le fascinó la idea y escribí el texto, que no forma parte de la novela. Ahí hice una descripción de ese bosque del que te hablé. Cuando ella terminó la imagen, se la mostramos al editor, él le hizo algunos ajustes y, finalmente, quedó como la imagen de la carátula. Mi alumna, María Helena Silva, había hecho otras imágenes alternas para ver cuál me gustaba más. Esas imágenes quedaron en el interno del libro, para que los lectores las disfruten.                  

—Sí, es así, uno las disfruta mucho. ¿Qué otra vivencia destacarías del tiempo que pasaste en la selva?
—Resulta que, mucho después, cuando estaba viviendo en una chakra (término del quechua para designar finca o granja) en plena selva, llegué a pensar que quería quedarme a vivir allá. Hasta empezamos a buscar tierra con mi amigo francés. Por eso hacíamos muchas caminatas y, una vez, íbamos por un sendero y nos encontramos con otro árbol, no tan grande como el primero, que tenía unas pullas anchas, como conitos. Me acerqué con cuidado y, cuando entré en contacto con él, experimenté un poder muy grande, como si mis brazos se volvieran los de Popeye, y es que el árbol despedía una energía brutal. Esto también lo comprobé con mi compañero, quien exclamó: “What a power!”. Seguimos caminando y nos encontramos con un campesino, a quién le preguntamos por ese árbol, del que no recuerdo el nombre, queríamos saber para qué servía. Él nos respondió: “De ese árbol la gente extrae la savia y la cocina y, cuando son mordidos por serpientes, la toman para sanarse”. Entonces pensé: “Ahora entiendo”. Y me dije: “¿Por qué nosotros perdimos esa sabiduría, si podríamos sanarnos de absolutamente todo con los árboles?”. De hecho, te cuento que los habitantes de allá, cuando se enfermaban de Covid, tomaban té de una planta que se llama matico, y se curaban. Allá nadie usaba tapabocas.
—¿Y por qué el “morado” de La selva morada? En la novela no se menciona el morado.
—El color morado en realidad no existe, es el violeta. Lo puse allí para hacer referencia a la “transformación”. El violeta significa transformación y transmutación. De ahí, La selva morada.
—Una escena que me marcó mucho es la de la profesora de música que hizo una huelga para impedir que demolieran el colegio donde trabajaba. ¿Eso sucedió en la realidad?
—No, es creación mía. Esa historia nació de la necesidad de tener un personaje que se volviera verosímil y fuera importante. El barrio es inspirado en el barrio Venecia de Bogotá y, para el sitio físico, me imaginé la escuela de música que tiene la Militar Santander. Cuando hablo de la parte fea del colegio, esa es la institución donde yo trabajo, mezclada con el colegio en el que estudié. Es un colegio con paredes frías. La parte bonita es un lugar que me sirvió mucho, pues me permitía conectarlo con la selva, con las casas y malocas de allá. La descripción de los zócalos nació de una visita que hice a Guatapé, Antioquia. La casita fue una mixtura entre la primera maloca que conocí, que está al interior del Jardín Botánico de Bogotá, y aquellas haciendas cafeteras que se encuentran en Caldas, Risaralda y Quindío. Necesitaba un lugar donde floreciera el amor, pero que estuviera conectado con la selva, que era el lugar donde Alexander estaba en ese momento. Así mismo, tenía que darle consistencia al hecho de que Alexander cantaba, por eso creé el personaje de la profesora de música, que está basado en una maestra llamada Solita (Soledad), que yo tuve en primaria en la Escuela República Argentina. Ella tenía una pianista que tocaba en el ballet de Colombia, llamada Querudez Sossa de Escrucería, y de niño me impactaba cómo interpretaba el himno nacional. A partir de esos dos personajes, construí a Ifigenia. Alexander quería pertenecer al coro, porque eso le traería unos privilegios especiales en el colegio. Él narra la audición que les permitía a los alumnos acceder al coro. Todo el mundo respetaba a Ifigenia. Por tanto, yo, como escritor, tenía que dotarla de carácter y de una historia, allí, surgió la idea de la huelga. Ifigenia acompañó a Alexander durante toda la etapa de canto en la primaria. Finalmente, él entra al coro y se convierte en una de las voces principales. A la maestra le gustaba mucho su voz. 
—El relato de La Selva Morada se desencadena en el perdón, como único camino de sanación. La escena en la cual Alexander se da cuenta de que todo el odio que ha sentido por su padre, en realidad, se lo ha infligido a él mismo es muy fuerte. Pienso que estás muy maduro como persona en ese aspecto.  
—Eso tiene que ver con aprendizajes propios, el darse cuenta de que cuando uno niega a su padre o a su madre, hayan estado presentes o no, uno se está negando a sí mismo. 
—Muchas gracias.
 

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